Con Ferrari cada vez evidenciando un síntoma distinto de una enfermedad endémica contraída por Stefano Domenicali y no diagnosticada a tiempo por el galeno Montezemolo, estamos ante un campeonato en el que el equipo que cuenta con el piloto de mayor talento de la parrilla es incapaz de contener una locura que hace tiempo dejó de ser transitoria y en el que el único hombre con la misma arma que el próximo bicampeón da muestras de haber contraído la peor afección posible para un piloto: acomodarse en un asiento y comenzar a llamar a la oficina en la que tipos como Rubens Barrichello o Jarno Trulli campan a sus anchas.
Hay que reconocer que la mayoría de los nombrados han tenido su momento de gloria frente al absolutismo de Vettel, pero a la hora de la verdad, nadie se ha mostrado como un rival serio de manera constante para el alemán, que se encuentra secundado en la tabla por un piloto como Jenson Button, cuyo rendimiento jamás pasará de la tercera página en los libros de historia de la Fórmula 1. Pero al inglés le basta con alejarse de guerras de guerrillas, declaraciones grandilocuentes o empresas de marketing para cumplir en pista. Y es que, después de todo, lo único necesario para hacerlo bien en este negocio es bajarse la visera y centrarse en lo deportivo.
Si no pregunten a Vettel, un niño a punto de convertirse en doble campeón del mundo sin haber tenido nunca representante. Alguien que bromea con la prensa a pocos minutos de salir desde la pole, se ríe con cada episodio de Top Gear y escucha a los Beatles. Un tipo como usted y como yo, vamos. Alguien que, mientras el resto se ahogan en un vaso de agua, seguirá ganando carreras como quien va al cine el domingo por la tarde.
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